[caption id="attachment_1883" align="alignleft" width="198"]Ezio Costa Director Ejecutivo de FIMA Ezio Costa
Director Ejecutivo de FIMA[/caption]

Las últimas dos semanas han sido ejemplificadoras de los riesgos que el cambio climático supone, así como de la necesidad de adaptarnos a ellos. Esto, porque la mayor ocurrencia de eventos meteorológicos extremos es una de las consecuencias que la acumulación de gases con efecto invernadero tiene sobre el clima. Así lo reconoce por ejemplo el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC por su sigla en inglés), alertando de un efecto que se ha hecho sentir fuertemente en los últimos años y que ha tenido en este último mes su arremetida en nuestro país, con los consiguientes desastres humanos, sociales, institucionales y ambientales.

El curso de la humanidad, la indolencia y la escasa voluntad pública por revertir la situación climática global nos lleva a una terrible realidad: tenemos que adaptarnos. Las inundaciones y aludes que antes ocurrían cada 30 o 60 años ocurrirán ahora cada 10 o 20 y quizás más. Las sequías que antes duraban 2 o 3 años, ahora quizás duren 5 o 10 y en algunas partes ya incluso hablar de sequía sea minimizar el problema, porque todo indica que no volverá a llover en los niveles anteriores en ningún futuro cercano. Incluso la Dirección Meteorológica de Chile emitió recientemente los resultados de su estudio sobre el clima de Chile, concluyendo que en escenarios optimistas, disminuirán a menos de un 50% de los niveles históricos de lluvias en La Serena, Santiago, Temuco y Concepción, por nombrar algunos ejemplos. Lo que llamamos sequía parece quedar descartada como un fenómeno extremo, pasando a ser más bien estructural. Lo que era pasajero se estaciona. La línea se mueve y es necesario que nos movamos con ella. Sin embargo, ni la población ni las instituciones están suficientemente preparadas para este cambio.

En una columna anterior y a propósito de los incendios en Valparaíso en 2014, me referí a lo que califiqué de “Anarquía de los riesgos”, que es exactamente lo mismo que vemos ahora a propósito de las gravísimas inundaciones en el norte, la sequía generalizada y los incendios forestales en el sur: la falta de capacidad de respuesta del Estado frente a estas catástrofes. Entre las causas de esta anarquía se encuentran: la falta de anticipación (permitiendo a las personas situarse en zonas riesgosas en el norte, por ejemplo); la ausencia de capacidad institucional (carencia de instituciones con mandatos claros respecto al manejo de ciertos riesgos); la inexistencia de procedimientos para evaluar preventivamente los riesgos (en los planes reguladores, en los permisos de funcionamiento, en las evaluaciones ambientales) y actuar en consecuencia; y la falta de capacidad material (insuficientes aviones y helicópteros para combatir el incendio en Panguipulli, por ejemplo).

Lo que señalo va más allá de las descoordinaciones anecdóticas (aunque inaceptables) entre distintos organismos, es una cuestión generalizada que pasa por la no consideración de esta variable de adaptación. Por eso es necesario un esfuerzo, el cual debe partir desde la Administración del Estado, pero no puede estar circunscrito a ella. A medida que sabemos cuáles son las más probables consecuencias del cambio climático en nuestro país, es imprescindible que las comunidades, las empresas, los municipios, los gobiernos regionales y la Administración central del Estado tomen acciones en consecuencia de ese conocimiento; lo cual por supuesto requiere de una etapa de socialización de esa información y de entregarle a las distintas instancias las posibilidades materiales para actuar en relación con los riesgos a los que están expuestos.

Entre las consecuencias del cambio climático necesariamente tiene que estar una modificación en la manera en que nos comportamos respecto de los riesgos, especialmente aquellos que están vinculados a los eventos meteorológicos extremos y que han sido escasamente abordados por las políticas públicas y la regulación nacional. El gobierno de los riesgos requiere de la implementación de procedimientos adecuados tanto en su etapa de detección y valoración, como en la de acción y en el caso del cambio climático eso pasa necesariamente por dar un mandato claro a los organismos públicos en el sentido de tener que considerar esta variable en su toma de decisiones. Ese mandato debe venir contenido en una ley.

* Columna publicada en El Dínamo

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