Columna: «Reconocimiento jurídico de los Derechos de la Naturaleza: debates en torno a la Constitución Ecológica»

Victoria Belemmi

Abogada

Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Cuando te siembro o te riego

doblada como hija

¿por qué te das con mirada

pero enmudecida?

La Tierra, Gabriela Mistral.

Resumen

A la luz de la reciente aprobación por la Convención Constitucional del articulado que reconoce los Derechos de la Naturaleza en Chile, el siguiente texto aborda las principales interrogantes en torno a esta nueva institución, explicando cómo desde la disciplina del derecho su existencia es absolutamente posible. Se concluye que su inclusión avanza en el objetivo de alcanzar una Constitución Ecológica y de incorporar instituciones que sirvan tanto a reforzar los derechos humanos, como a la búsqueda de otros paradigmas que reconozcan la importancia de vivir en equilibrio con la naturaleza.

I. Los Derechos de la Naturaleza en el debate constitucional

En Chile, la crisis climática y ecológica, junto al aumento del número de conflictos socioambientales y a la visibilización de las injusticias vivenciadas en las denominadas zonas de sacrificio, han ido asentando en la conciencia de la ciudadanía el vínculo indisoluble que existe entre el respeto de la naturaleza, la protección de la vida y la garantía de los derechos humanos.

Lo anterior se ha visto cristalizado dentro de la Convención Constitucional. Desde su interior se han dado señales, incluso transversales, sobre el interés por avanzar en la protección del medio ambiente y afrontar la crisis que vivimos. Entre ellas, la declaración de emergencia climática y ecológica –realizada con fecha 4 de octubre de 2021–[1] y la discusión sobre temáticas ambientales más allá de la comisión de medio ambiente. Desde las distintas comisiones y con diferentes enfoques, se han ido incorporando elementos que avanzan hacia una conceptualización que busca dejar en claro que los seres no existen fuera de la naturaleza (Greene y Muñoz, 2013, p. 35) y que es necesario armonizar las actividades del Estado y la sociedad con ella, relevando la interdependencia entre sus elementos.

En este esfuerzo, y junto con otras instituciones de relevancia para lograr una Constitución Ecológica, en la Convención Constitucional se ha debatido sobre la posibilidad de incorporar los Derechos de la Naturaleza. Estos, además de tener un valor epistémico y simbólico, se presentan como una herramienta posible para lograr los equilibrios buscados y declarar que las actividades humanas no pueden tener como consecuencia la destrucción de la vida (Barandiarán et al., 2022, p. 90).

El debate ha mostrado sus frutos mediante la aprobación de dos importantes artículos por el pleno de la Convención Constitucional. Primero, con fecha 16 de marzo de 2022 se aprobó un artículo, proveniente de la Comisión de Principios, que reconoce que los seres humanos formamos con la naturaleza “un conjunto inseparable”. El artículo señala:

“Artículo 9.- Naturaleza. Las personas y los pueblos son interdependientes con la naturaleza y forman, con ella, un conjunto inseparable.

La naturaleza tiene derechos. El Estado y la sociedad tienen el deber de protegerlos y respetarlos.

El Estado debe adoptar una administración ecológicamente responsable y promover la educación ambiental y científica mediante procesos de formación y aprendizaje permanentes”.

Luego, con fecha 25 de marzo se aprobó una norma proveniente de la Comisión de Medio Ambiente que se refiere, en específico, a los derechos incluidos bajo la denominación de Derechos de la Naturaleza:

“Artículo 4. De los Derechos de la Naturaleza. La Naturaleza tiene derecho a que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos, que comprenden los ciclos naturales, los ecosistemas y la biodiversidad.

El Estado a través de sus instituciones debe garantizar y promover los Derechos de la Naturaleza según lo determine la Constitución y las Leyes”.

Si bien aún resta detallar algunos aspectos sobre los Derechos de la Naturaleza en Chile — muchos de los que se abordarán a nivel legal y desarrollarán por la doctrina y jurisprudencia— su incorporación al borrador de la nueva constitución, así como es auspiciosa para el medio ambiente, plantea interrogantes y resistencias, muchas comprensibles por la novedad de la institución. ¿Qué implica reconocer derechos a la naturaleza? ¿Puede la naturaleza tener derechos sin tener deberes? ¿Cómo podrá la naturaleza defender sus derechos? ¿Pueden los Derechos de la Naturaleza afectar los derechos de las personas?

Aunque muchos pueblos originarios reconozcan a la naturaleza como sujeta de derechos desde hace siglos, y a pesar de que la discusión jurídica occidental se remonte al menos 50 años hacia atrás (Stone, 1972, pp. 453-457), los Derechos de la Naturaleza siguen siendo una institución novedosa. Por ello, frente a la discusión promovida al interior de la Convención Constitucional, el presente documento revisará brevemente algunos puntos clave sobre el reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza y sus implicancias, e intentará abordar algunas de las principales interrogantes sobre su inclusión en una nueva constitución.

II. Los Derechos de la Naturaleza: concreción jurídica de una relación armónica con la naturaleza.

La relación de explotación que ha desarrollado la humanidad con la naturaleza –sustentada en una concepción que considera a los seres humanos como el centro de todas las cosas– es una de las causas de la destrucción de la vida y de la crisis climática y ecológica actual.

La conciencia de lo anterior ha desencadenado un interés por explorar otros paradigmas y herramientas que nos permitan vivir en armonía con la naturaleza. El reconocimiento de Derechos a la Naturaleza se inserta, en parte, en este relato. Desde una ética que concibe como moralmente valiosas a todas las formas de vida[2] y que “saca del centro de la escena al hombre, para ponerlo en relación y en contacto directo con el resto de las entidades de la naturaleza” (Leyton, 1998, p. 38), los Derechos de la Naturaleza se erigen como una herramienta jurídica que inclina la balanza hacia una concepción que busca la armonía entre los seres humanos y el resto de las formas de vida. Aquello explica que recientemente se advierta una creciente inclusión de los Derechos de la Naturaleza en los sistemas normativos occidentales.

En Ecuador desde el año 2008 el reconocimiento es a nivel constitucional. El año 2010 Bolivia reconoció derechos a la naturaleza con la dictación de la Ley de la Madre Tierra; Uganda siguió el mismo camino en el año 2020 con la dictación de la National Environmental Act; y, recientemente, en febrero de 2022, en Panamá se reconocieron derechos a la naturaleza en la Ley 287. También se le han reconocido en Nueva Zelanda, mediante las leyes Te Urewera y Te Awa Tupua, que reconocen derechos al parque nacional Te Urewera y al río Whanganui respectivamente. En Estados Unidos el reconocimiento de estos derechos se presenta desde el año 2006 mediante la dictación de una ordenanza municipal en Tamaqua. Dicho impulso fue replicado en los condados de Crestone, Baldwin y de Broadview Heights (ONG Fima, 2022, pp. 31-40). En Colombia, en la India y en Bangladesh los Derechos de la Naturaleza han sido impulsados por la jurisprudencia, la que ha considerado como sujeto a diferentes ríos, humedales e incluso el Amazonas (ONG Fima, 2022, pp. 40 y ss.).

Los ejemplos de reconocimiento jurídico de los Derechos de la Naturaleza siguen aumentando y en la actualidad se cuentan al menos 30 países en los que se reconocen (Naciones Unidas, 2021).

Pero este avance no se circunscribe sólo al ámbito del Derecho. Su reconocimiento avanza porque se nutre y comulga con una forma de habitar la tierra que ha estado presente desde hace centenares sino miles de años en la cultura y cosmovisiones de diversos pueblos indígenas[3] y no indígenas (Larraín, 2020, pp. 34-39). En línea con ello, la apreciación de la naturaleza por su valor intrínseco se advierte en las bases conceptuales de la filosofía, la ecología, la ecología política, los ecofeminismos e incluso la religión católica. Así por ejemplo, la noción de los cuidados propia de los feminismos y desarrollada en su cruce con la ecología por los ecofeminismos, tiene en el cuidado de la vida (incluyendo a la naturaleza) una expresión particular y potente (Díaz, 2019; Herrero et al., 2018), mientras por su parte la iglesia católica, ve en la naturaleza una creación divina que debe ser respetada en tanto tal (Papa Francisco, 2015).

El reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza ha supuesto un interés desde esta variedad de ideas y concepciones del mundo, por cuanto los valores de todas ellas (diversos entre sí) encuentran un cruce en el entendimiento de que la naturaleza tiene un valor intrínseco y no sólo utilitario a los seres humanos.

Es decir, su inclusión es una concreción de algo que ha estado presente desde siempre, pero que el Derecho no ha sido capaz de considerar hasta ahora. La nueva constitución puede cambiar esto y dejar constancia de que instituciones como los Derechos de la Naturaleza no buscan inventar sino reconocer lo existente, entregando más y mejores herramientas para proteger la vida.

III. Entendiendo los Derechos de la Naturaleza

Los Derechos de la Naturaleza, además de que comprenden que la naturaleza es un sujeto con intereses propios y no un objeto o recurso a disposición de los seres humanos, agrupan a una serie de derechos.

Por ejemplo, en la Constitución de Ecuador los Derechos de la Naturaleza incluyen los derechos a que “se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos” (artículo 71). Por su parte, en Bolivia la Ley de la Madre Tierra estableció en su artículo 7 que la naturaleza tiene derecho i) a la vida; ii) a la diversidad de la vida; iii) al agua; iv) al aire limpio; v) al equilibro; vi) a la restauración; y vii) a vivir libre de contaminación. Por último, el reciente reconocimiento en la Ley 287 de Panamá, sostiene que son Derechos de la Naturaleza existir, persistir y regenerar sus ciclos vitales y a la diversidad de la vida de los seres, elementos y ecosistemas que la componen (artículo 10.2).

Es decir, cuando se habla de Derechos de la Naturaleza se alude a un grupo de derechos propios de la naturaleza que pueden ser resumidos en tres: i) existir; ii) persistir y mantener sus ciclos vitales y iii) ser reparada o restaurada. Que tenga derecho a existir “significa reconocer a la naturaleza y a los ecosistemas un lugar en el mundo” (Barandiarán et al., 2022, p. 31). Por su parte, su derecho a persistir y a mantener sus ciclos vitales implica respetar “los ciclos que naturalmente y sin intervención humana mantendrían el equilibrio dinámico entre los diferentes elementos que componen un ecosistema” (Barandiarán et al., 2022, p. 34). Por último, la naturaleza tiene derecho a ser restaurada y a que se recomponga su estructura, funciones e integridad una vez que es dañada. Con ello se busca que el ecosistema recobre el estado que tenía antes de ser dañada (Greene y Muñoz, 2013, p. 37).

Todos estos derechos están pensados para la naturaleza como un todo. Aun cuando se reconozca derechos a partes de ella –como cuando se le ha reconocido derechos a los ríos o parques nacionales— los Derechos de la Naturaleza aluden a la comprensión global y ecosistémica de esta. No se trata de pensar en la necesidad de contar con un acto de autoridad –como la declaración de un área o especie protegida— para que estos derechos sean aplicables. Por el contrario, así como todos los seres humanos debiesen contar con el derecho a la vida, toda la naturaleza (esté investida o no de un acto de autoridad de protección) debiese contar con su derecho a existir, a persistir y a ser reparada. Estos derechos buscan estar presentes en todas las decisiones que puedan afectarla, promoviendo la armonía y el equilibrio entre esta y las actividades humanas.

En Chile, junto al reconocimiento de los Derechos de la Naturaleza se trabaja por determinar su contenido (y las formas de su ejercicio) en la misma línea de lo consagrado en el derecho comparado. Como ya se relató, de acuerdo a las propuestas ya aprobadas se ha optado por reconocer que los Derechos de la Naturaleza incluyen los derechos a “que se respete y proteja su existencia, a la regeneración, a la mantención y a la restauración de sus funciones y equilibrios dinámicos, que comprenden los ciclos naturales, los ecosistemas y la biodiversidad”. En otras palabras, de aprobarse la nueva constitución en el plebiscito de salida, y sin perjuicio del desarrollo nacional que tengan estos derechos, la naturaleza tendrá derecho a existir, a persistir y a ser reparada.

V. La resistencia a los Derechos de la Naturaleza

El Derecho como herramienta utilizada para dar estabilidad a los sistemas jurídicos es una disciplina generalmente conservadora y que se resiste frente a las nuevas instituciones. Hace 50 años, cuando se planteó por primera vez la posibilidad de reconocer derechos jurídicos a la naturaleza, no hubo duda alguna para la doctrina y la judicatura que se trataba de una idea absurda (Cullinan, 2019, pp. 134 y ss.).

Pero la resistencia no puede ser eterna. Los hechos desbordan al Derecho y motivan que este deba adaptarse. En el caso de los Derechos de la Naturaleza, tal como presagió Godofredo Stutzin en los años 1980s, presenciamos el proceso de desborde (Stutzin, 1984, p. 109).[4] En este proceso las críticas y dudas son continuas y para muchos los Derechos de la Naturaleza siguen considerándose un absurdo.

A continuación, revisaremos las cinco principales críticas que se han levantado desde la teoría y la práctica a los Derechos de la Naturaleza, evidenciando por qué tales críticas no deben ser un obstáculo para avanzar en su reconocimiento.

1. Solo los seres humanos pueden tener derechos.

Una primera crítica sostiene que la naturaleza no puede tener derechos porque sólo los seres humanos pueden tenerlos. Esta crítica, que tiene su fuente en la discusión sobre el valor de los entes distintos a los seres humanos, no resiste el análisis jurídico (Ávila, 2010).

Stone, en los años setenta, explicaba que no existe ninguna razón para no reconocer derechos a los ríos, bosques o al océano, pues en el derecho son abundantes las ficciones jurídicas destinadas a reconocer derechos a entidades no vivas como los Estados, la Iglesia, las universidades, las corporaciones privadas y empresas y las municipalidades entre otros objetos inanimados (Stone, 1972, p. 452). De hecho, en su relato dio cuenta de que la historia del Derecho por mucho tiempo ha desconocido derechos a los mismos seres humanos, por razones de raza, clase social, género o edad; advirtiendo que en cada caso, para que se reconozca la calidad de sujeto de derechos, se han debido llevar adelante verdadera batallas (Stone, 1972, p. 455).

Conforme a lo anterior, reconocer derechos o no a una entidad es principalmente una decisión expresiva de las prioridades y deseos de la sociedad en la que vivimos y que aquellas ideas que parecen absurdas en un inicio dejan de serlo en la medida en que nos acostumbramos a ello.

2. La naturaleza no puede tener derechos porque no tiene deberes.

Una segunda crítica a los Derechos de la Naturaleza alude a que esta no tiene deberes y que es incapaz de contratar u obligarse jurídicamente. Esta crítica, como apunta Ramiro Ávila respecto del caso ecuatoriano, pierde lucidez a la luz del concepto de “capacidad” (Ávila, 2010, pp. 5 y ss.) el que también tiene aplicación en la legislación chilena.

La capacidad ha sido definida por el artículo 1445 del Código Civil chileno como la posibilidad de una persona de poder “obligarse por sí misma, y sin el ministerio o la autorización de otra”. En principio todas las personas son capaces, a menos que la ley establezca que no lo son. En este sentido, la legislación civil identifica sujetos incapaces absolutamente –de modo que no pueden obligarse por sí mismas bajo ninguna circunstancia— y de sujetos con incapacidad relativa, por lo que sus actos sí pueden tener efectos en determinadas circunstancias (artículo 1446). El Código Civil considera que son incapaces absolutos los dementes, los impúberes y los sordos o sordomudos que no pueden darse a entender claramente. Por su parte, son incapaces relativos los menores adultos y los disipadores que se hallen bajo interdicción de administrar lo suyo. Hasta el año 1989[5] en esta lista se encontraba también la mujer casada en sociedad conyugal.

En ninguno de los casos de incapacidad relativa o absoluta las personas involucradas dejan de tener derechos. Nadie se atrevería a decir que un menor de cinco años o una persona declarada en interdicción por padecer ludopatía no tengan derecho a la vida, al medio ambiente sano o a la integridad física y psíquica. Las restricciones vinculadas a ellos son en su capacidad para obligarse, no en su calidad de sujetos y siempre podrán ser representados por quien designe la ley. Así, un menor de edad no podrá obligarse por sí mismo, pero sus padres velando por su bienestar podrán hacerlo por él.

Efectivamente, en caso de reconocer que la naturaleza tiene derechos,–a menos que el legislador determine lo contrario— sería un sujeto con derechos pero sin capacidad de adquirir obligaciones, lo que no obstaría en ningún caso al deber de proteger sus derechos tal como se le garantizan a los niños y niñas de este país.

3. La naturaleza no puede tener derechos porque no tiene voz.

También se ha sostenido que la naturaleza no podría tener derechos porque no tiene voz para defenderlos. El derecho también ha encontrado respuesta a esta situación. De hecho, ninguna persona jurídica tiene voz. Las empresas, bancos o estados no pueden hablar por sí mismas y ello no ha obstado a que sean reconocidas como sujetos. En cada uno de estos casos se ha establecido un representante que pueda hacer valer sus derechos. Por ejemplo, en el caso chileno, el directorio puede representar a una sociedad anónima[6] y el alcalde puede representar a la Municipalidad.[7]

Para la naturaleza la figura será similar. En cada uno de los países en que se han reconocido sus derechos se ha pensado en un representante para ella. En Ecuador, la constitución creó una Defensoría del Ambiente y la Naturaleza y se estableció que cualquier persona natural o jurídica puede representarla[8]; en Nueva Zelanda se creó la Oficina Te Pou Tupua compuesta por miembros del pueblo Maorí y de la Corona para representar al río Whanganui;[9] en Panamá, al igual que en Ecuador, se permite que cualquier persona pueda representar a la naturaleza. Por último, en Colombia la sentencia del Río Atrato creó una comisión de guardianes para el río compuesta por dos guardianes designados y un equipo asesor (CC, 10 de noviembre de 2016, r. 4°).

En Chile, determinar quién representará a la naturaleza es un tema crucial. Parece importante que, siguiendo el ejemplo ecuatoriano, se establezca un órgano autónomo como sería una Defensoría de la Naturaleza, pero sin perjuicio de eso, no parece conveniente que la representación se le entregue de manera exclusiva, sino que preferente, pero abierta a una representación por parte de cualquier persona (mediante acciones populares), entre otras cosas para disminuir las posibilidades de captura de la defensoría.

La posibilidad de acciones populares produce, generalmente, algún nivel de resquemor por la posibilidad de que los litigios se multipliquen. Nos parece que desde la observación de la realidad esto debiera disiparse. Llevar adelante un juicio es una cuestión compleja que requiere de recursos y tiempo, cuestión que es un desincentivo más que suficiente para evitar la referida multiplicación. En efecto, las acciones populares existentes no se multiplican, ni siquiera el propio recurso de protección que podría ser interpuesto por cualquiera en nombre de otro, de acuerdo al artículo 20 de la Constitución Política de la República actual.

4. Reconocer derechos a la naturaleza no mejora la protección de la naturaleza.

También se han levantado críticas asociadas a la efectividad de los Derechos de la Naturaleza para mejorar la protección del medio ambiente. Se trata de una crítica vinculada a las dificultades existentes en la implementación de la institución.

En efecto, en los países en que se han reconocido los Derechos de la Naturaleza se han advertido dificultades en su implementación. Por ejemplo en Ecuador, si bien se reconocieron estos derechos en la Constitución y se ordenó la creación de una Defensoría de la Naturaleza, por mucho tiempo no se dictó la ley que ejecutara su creación. Ello determinó que fuese la Defensoría del Pueblo la que de facto asumiera la representación de la naturaleza. En el año 2019, después de 11 años de vigencia de la Constitución del año 2008, se dictó la ley que entregó expresamente la representación de la naturaleza a la Defensoría del Pueblo.[10] Lo anterior, vinculado al diagnóstico de que desde la creación de los Derechos de la Naturaleza el extractivismo en el país aumentó, generó la sensación de que la institución tiene poca efectividad para proteger el medio ambiente.

Otro ejemplo se advierte en Colombia, país en que los Derechos de la Naturaleza se han reconocido a nivel jurisprudencial. En este país se han identificado como problemáticas las dificultades para implementar las sentencias judiciales, las que requieren de la coordinación de varios actores. Por ejemplo, la sentencia de la Corte Constitucional del año 2016 que reconoce como sujeto de derechos al Río Atrato, aún se encuentra en proceso de implementación. Ello ha redundado en que se considere que su efectividad para proteger el río es menor, toda vez que las actividades contaminantes se siguen verificando en él.

Por último en Uganda, la dictación de la ley que reconoce derechos a la naturaleza  se hizo en un contexto en que se desarrollaba un proyecto de explotación de yacimientos petroleros en un área de gran valor ambiental. Si bien ha pasado muy poco tiempo para identificar problemas de implementación, el contexto de aprobación de la ley llevó a sostener que el reconocimiento de derechos a la naturaleza no logra protegerla (DW, 15 de julio de 2021).

Ciertamente los problemas de implementación, junto al agravamiento de la crisis climática y ecológica pueden dar la sensación de que los Derechos de la Naturaleza no son útiles para su protección. Sin embargo, ello está lejos de ser así. Además de ser una realidad reconocida que su consagración es importante para avanzar hacia un cambio de paradigma en la forma en que como seres humanos nos relacionamos con la naturaleza, en el caso ecuatoriano, por ejemplo, desde su reconocimiento, los derechos de la naturaleza han sido utilizados como argumentos jurídicos para proteger el medio ambiente en más de 60 casos (Observatorio Jurídico de Derechos de la Naturaleza, 2022).

Por otro lado, no se debe olvidar que la implementación de cualquier institución jurídica toma tiempo y los Derechos de la Naturaleza son recientes y que su desempeño real para proteger a la naturaleza está en progreso.

5. Reconocer derechos a la naturaleza pone en riesgo los derechos humanos y frenará por completo las actividades económicas.

Por último, se ha sostenido que reconocer derechos a la naturaleza podría poner en riesgo los derechos humanos y tendría el potencial de frenar por completo las actividades económicas. Lo anterior, bajo la concepción de que los derechos de la naturaleza vendrían a desplazar las necesidades de las personas –anteponiendo la conservación por sobre el bienestar humano— a la vez que serían un freno constante al desarrollo económico.

Tal concepción sobre los Derechos de la Naturaleza es errada y se inserta en la misma lógica antropocéntrica que se busca superar. Ha sido la valoración de la naturaleza solo desde su utilidad para los seres humanos y de lo que podemos aprovechar de ella (Greene y Muñoz, 2013, p. 44), y la preponderancia de ciertos derechos de los seres humanos (como la propiedad o el derecho a desarrollar actividades económicas) la principal causa de la crisis ambiental que se vive. Así lo ha confirmado el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), que declaró que no existe duda de que ha sido la actividad humana la que ha desencadenado la crisis climática actual (IPCC, 2022). Es decir, ha sido la propia actividad humana desarrollada bajo una lógica de aprovechamiento sin límites, la que ha puesto en riesgo la vida de los ecosistemas y de los mismos seres humanos.

En este escenario, los Derechos de la Naturaleza se erigen como una herramienta jurídica que llama al equilibrio y la armonía entre las actividades humanas y la naturaleza (Barandiarán et al., 2022, p. 90). No se trata de desconocer los derechos de los demás sujetos, como los seres humanos, ni la prohibición de desarrollar actividades económicas. Los Derechos de la Naturaleza simplemente dan cuenta de que las actividades humanas no pueden ejecutarse a costa de la destrucción de la vida y que su desarrollo requiere respetar los ciclos y los límites de los ecosistemas.

Así, es importante considerar que ningún derecho, ni siquiera los derechos humanos, es absoluto o total. Todos los derechos, incluidos los Derechos de la Naturaleza, requieren convivir con otros derechos. Así como la libertad de expresión permite difundir información y emitir las opiniones que se estimen adecuadas, pero no habilita a dar discursos que inciten al odio o a emitir injurias y calumnias hacia otra persona y la libertad económica permite realizar actividades pero sin destruir el medio ambiente; los Derechos de la Naturaleza encontrarán sus propios equilibrios con los demás derechos.

Por último, cabe considerar que los Derechos de la Naturaleza, desde la búsqueda de la armonía, lejos de poner en riesgo los derechos humanos, los refuerzan. Como advierte Alberto Acosta, “los Derechos Humanos y los Derechos de la Naturaleza siendo analíticamente diferenciables, se complementan y transforman en una suerte de derecho de la vida y a la vida” (Acosta, 2011, p. 356). La naturaleza es el sustrato que permite la vida de todos los entes que habitan la Tierra, incluidos los seres humanos. Por ello, solo en la medida que se respete su existencia, será posible proteger la vida y los derechos humanos.

V. Conclusiones

En el escenario de crisis climática y ecológica en que se escribe la nueva constitución, la incorporación de innovaciones jurídicas que propendan a modificar las formas en que como sociedad nos relacionamos con la naturaleza es fundamental.

En la construcción del cuerpo normativo que se haga cargo de este desafío, la Constitución Ecológica debiera estar apoyada en una serie de pilares que constituyan un sistema de protección: (i) principios ambientales como la acción climática, la justicia intergeneracional, el buen vivir y el in dubio pro natura, entre otros; (ii) La definición de deberes del Estado que se relacione con la protección de los ecosistemas y la vida; (iii) la definición de los bienes comunes naturales como inapropiables y la la función ecológica de la propiedad;  (v) los derechos de los animales; (vi) la distribución del poder para la toma de decisiones ambientales, hacia las instituciones más cercanas al territorio; (vi) una defensoría de la naturaleza; (viii) los derechos humanos ambientales y (ix) los Derechos de la Naturaleza.

Si bien todos ellos envuelven algún nivel de novedad, los Derechos de la Naturaleza son probablemente de aquellos que contienen el mayor cambio epistémico, al reconocer el valor intrínseco de un sistema interconectado de elementos con el cual somos interdependientes. En esa línea, los artículos ya aprobados por la Convención Constitucional son una gran noticia que delinean el camino a seguir para alcanzar una vida en armonía con la naturaleza. Su desarrollo legal y jurisprudencial posterior, así como la expresión sobre la representación de la misma ante tribunales, serán el complemento necesario para hacer efectivos esos derechos.

Columna publicada en el Programa en Derecho, Ambiente y Cambio Climático de la Universidad de Concepción – 3/04/2022

Columna: «No es envidia, es injusticia ambiental»

Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Sofía Rivera

Asistente de Estudios ONG FIMA

En las últimas semanas se ha discutido bastante sobre la suerte del proyecto inmobiliario «Egaña Comunidad Sustentable», que fuera paralizado en razón del rechazo de la Comisión de Evaluación Ambiental de la Región Metropolitana, el pasado 4 de abril. La discusión se ha centrado fundamentalmente en relación a las implicancias que los nuevos nombramientos podrían tener en la decisión e incluso se han mencionado aspectos sobre la seguridad jurídica de los inversionistas, o los riesgos de despido de los y las trabajadoras del proyecto.
Este último punto fue controversial el lunes 11 de abril, en que se realizó una movilización de las y los trabajadoras, ocupando las dependencias de la Municipalidad de Ñuñoa.

En esa ocasión, su portavoz realizó una declaración que resulta muy interesante. Ella no inicia realizando un reclamo directo, sino que explicitando su comprensión por el rechazo de las y los vecinas del proyecto, destacando que los proyectos de este tipo debieran tener como prioridad la preocupación por sus impactos ambientales. El punto más llamativo de su declaración es cuando señala que «miramos con cierta envidia, con sana envidia, que en estas comunas se instale la preocupación por estos temas, cuestión que en nuestras comunas, puestas en otra categoría es un mero espejismo, porque como sabemos estas mismas constructoras en nuestras poblaciones construyen a destajo, sin preocuparse del impacto en la vida de las personas».

La envidia de que habla este trabajador puede ser entendida como el legítimo resentimiento moral que identifica el filósofo John Rawls en las situaciones de desigualdad. Como señala el autor, los individuos en general aceptamos las diferencias entre unos y otros, siendo que la envidia no es un sentimiento que afecte a los individuos racionales. Pero cuando dichas diferencias superan cierto límite, y se basan en una injusticia, entonces tendría lugar este legítimo resentimiento moral, incluso en personas completamente racionales, como el lúcido vocero de las y los trabajadoras de Egaña Sustentable.

Este resentimiento no es más que la expresión que se corresponde con la existencia de instituciones injustas, como en este caso lo son los instrumentos de gestión ambiental y urbana, cuando no son guiados por principios de justicia. No hay un reclamo para rebajar los estándares y que se reanude sin más la obra, como parecieran pretender los controladores del proyecto, sino una comprensión de que junto con proteger los empleos, es necesario que la voz de los vecinos sea escuchada, en Ñuñoa y en cualquier otra comuna.

Mientras quizás para los gremios en las comunas donde los vecinos no logran ser considerados existe lo que consideran certeza jurídica, lo que revela esta esclarecedora declaración es que por parte de los trabajadores y trabajadoras no hay únicamente un legítimo temor a perder el empleo. Ellos son también esos vecinos que no son oídos, en sus propias comunas, y como tales resienten legítimamente la injusticia ambiental y cómo se perpetúa una distribución inadecuada de las cargas y beneficios ambientales.

Columna publicada en Cooperativa – 18/04/2022

Columna: «La nueva Constitución Ecológica y los bienes comunes»

Pilar Moraga

Profesora, Facultad de Derecho Universidad de Chile

Ezio Costa

Director Ejecutivo ONG FIMA

Profesor, Facultad de Derecho Universidad de Chile

El proceso constitucional va a redefinir el tratamiento constitucional del medio ambiente. Hasta hoy, dicho tratamiento se basa en un enfoque antropocéntrico de la protección ambiental (en la medida que exista vulneración a derechos de las personas) y considera la posibilidad de apropiación de prácticamente todos los elementos de la naturaleza.

Sobre lo segundo, si bien el artículo 19 n°23 de la Constitución de 1980  prohibe la adquisición en propiedad de los bienes que “la naturaleza ha hecho comunes a todos los hombres”,  en la práctica, tales bienes sí han sido objeto de propiedad. El caso del agua es paradigmático pues la propia Constitución se contradice, pero también podemos observar argumentaciones en torno a la propiedad sobre autorizaciones en materia de emisiones al aire o al mar o para la explotación de recursos. Cuando se da lugar a esas argumentaciones, en los hechosse produce una apropiación de los elementos en cuestión y sus funciones ecosistémicas, generando exclusión a otros actores.

En línea con revertir esta realidad, uno de los textos de normas más discutidos, en la Convención Constitucional y la doctrina, ha sido el de los bienes comunes. A pesar de que a veces se identifica a este concepto como una noción jurídica novedosa, con poco sustento normativo y que es parte de ideologías rupturistas, la verdad éste está presente en el derecho desde antiguo, incluyendo textos desde el derecho romano hasta la Constitución vigente.

En el marco del proceso constitucional, el mayor debate respecto de los bienes naturales comunes ha sido a propósito de su administración y el rol del Estado. Lo que se ha venido planteando es que el Estado sea reconocido como custodio de estos bienes, pero sin propiedad sobre ellos, por su característica de comunes. Su rol sigue siendo crucial, por ejemplo en el otorgamiento de autorizaciones y permisos de usos, pero considerando un proceso de toma de decisiones participativo y transparente que involucre a todo tipo de actores.

La experiencia comparada ha mostrado que estos bienes pueden ser administrados por distintos niveles de gobierno (central, regional y local) en conjunto con las comunidades locales, favoreciendo un equilibrio entre el aprovechamiento y protección. Por eso, nos parece que la propuesta de la Comisión de Medio Ambiente, rechazada por el pleno de la Convención, avanzaba en términos generales en la dirección correcta y esperamos que, con las precisiones y mejoras necesarias, la idea central sea parte de la  Constitución Ecológica.

Quizás olvidada o mal aplicada en la historia reciente, los nuevos bríos de la categoría jurídica de los bienes comunes puede resultar en un cambio importante, cuyo resultado sea un uso y aprovechamiento más racional, que tome en cuenta los límites de la naturaleza.

Columna publicada en La Segunda – 23/03/2022

Columna: «La necesidad de una educación ambiental desde una perspectiva ecofeminista»

Por Constanza Gumucio y Macarena Martinic

Abogadas en ONG FIMA

Más allá de las críticas a la definición que reconoce nuestra normativa, sostenemos que una educación ambiental debe incorporar una perspectiva ecofeminista y, para esto, observar tres pilares mínimos y fundamentales. Una primera misión es revertir aquella visión de la naturaleza como algo a ser sometido. Valorarla sin necesidad de considerarla desde su utilidad o rentabilidad, sino que reconozca nuestra ecodependencia hacia ella y permita, a su vez, el acercamiento al territorio que habitamos, su comprensión y, en consecuencia, su cuidado.

La crisis climática, ecológica y social que estamos viviendo ya nos está mostrando algunas de sus consecuencias. Vemos cómo en distintas ciudades del mundo ya no hay acceso al agua, en cada temporada aumentan los fenómenos climáticos extremos como inundaciones, incendios, y huracanes que arrasan con ecosistemas completos y con la fuente de vida de muchas personas; y cómo, año a año, agotamos los bienes comunes naturales disponibles para la subsistencia.

Este escenario es el resultado de una forma de habitar que no ha tenido en consideración los límites de la naturaleza, el respeto por otras formas de vida y la igualdad de todos los seres, que deriva del ejercicio propio de un sistema que valora “lo productivo” y “la cultura”, representación de lo androcéntrico, colonial y neoliberal que genera una supremacía de lo masculino y su valorización, en desmedro de “lo femenino” y todo a lo que se ha considerado como “lo Otro”: la naturaleza, “que no es cultura”, “que no es productiva”, que solo se “admira” y que puede ser sometida. Históricamente, la naturaleza ha sido feminizada y la mujer ha sido naturalizada.

Como consecuencia del paradigma anterior, se genera un fraccionamiento entre el ser humano y otras formas de vida , justificando la dominación de los primeros en desmedro de estos últimos. Se niega, así, la ecodependencia que tenemos con la naturaleza, de igual forma en que se desconoce -por no considerarse “productivo”- el trabajo de cuidados que hasta hoy recae principalmente en mujeres, y que sostiene el funcionamiento de la sociedad en su totalidad y reconoce la interdependencia entre las personas.

Ahora bien, hace muchas décadas y desde distintos movimientos se han denunciado las consecuencias que genera esta forma de ver el mundo. De la conjunción de los planteamientos ecologistas y el feminismo, surgen las propuestas políticas ecofeministas,  las cuales buscan construir una alternativa a la visión predominante del mundo que, a través de los lentes del patriarcado andropocentrista neoliberal y colonial, ha permitido la explotación y la dominación de toda forma de vida considerada “inferior”, entre ellas, las mujeres y  la naturaleza.

En Chile, recientemente vivimos un proceso de denuncia y protesta social que, teniendo como uno de sus resultados la redacción de una nueva Constitución, busca entregar soluciones a las demandas sociales y ecológicas que se surgen de los territorios. Así, propuestas como asegurar el derecho humano al agua, los derechos de la naturaleza, el acceso a los bienes comunes, el reconocimiento del trabajo de cuidados, entre otras, intentan mejorar la relación que como sociedad tenemos con el entorno. Sin embargo, estas solo lograrán dicho objetivo si se modifican los paradigmas sobre los cuales se ha cimentado hasta ahora la prosperidad de las sociedades.

Una forma de cambiar nuestros paradigmas es generando nuevos conocimientos y aprendizajes desde la infancia, que nos permitan adquirir valores y habilidades para establecer otro tipo de relaciones con toda forma de vida existente en la tierra. Ese es precisamente el rol que debe tener la educación ambiental, entendida hasta el momento por nuestra legislación como un “proceso permanente de carácter interdisciplinario, destinado a la formación de una ciudadanía que reconozca valores, aclare conceptos y desarrolle las habilidades y las actitudes necesarias para una convivencia armónica entre seres humanos, su cultura y su medio bio-físico circundante”.

Más allá de las críticas a la definición que reconoce nuestra normativa, sostenemos que una educación ambiental debe incorporar una perspectiva ecofeminista y, para esto, observar tres pilares mínimos y fundamentales. Una primera misión es revertir aquella visión de la naturaleza como algo a ser sometido. Valorarla sin necesidad de considerarla desde su utilidad o rentabilidad, sino que reconozca nuestra ecodependencia hacia ella y permita, a su vez, el acercamiento al territorio que habitamos, su comprensión y, en consecuencia, su cuidado.

Un segundo pilar de una educación ambiental es revalorizar las labores de cuidado, reconociendo que todo el funcionamiento de nuestra sociedad se basa en ellas. Tanto del trabajo que realizan mujeres en el ámbito doméstico, como el de la protección del medio ambiente que realizan defensores del territorio y otras cosmovisiones, como las indígenas.

Finalmente, debemos considerar que a través de la labor educativa se traspasa una forma de entender el mundo en el presente, pero que al mismo tiempo proyecta una forma de comprenderlo y habitarlo hacia el futuro. En ese sentido, una educación ambiental ecofeminista implica educar, desde la infancia, en torno al reconocimiento de la crisis climática y de los límites planetarios.

Es así, como a raíz de la importancia que posee la educación ambiental en la comprensión del mundo, que creemos que ésta debe realizarse también desde una perspectiva ecofeminista, relevando la necesidad de que todos nos involucremos en la labor de cuidado, tanto de la naturaleza como de las personas.

 

Columna publicada en Codex Verde – 13/02/2022

Columna: «Protección de los derechos humanos en Chile: el cambio climático en la nueva constitución»

Por Nicole Mansuy

Abogada en ONG FIMA

El cambio climático está íntimamente ligado con cuestiones de derechos humanos: el derecho a la vida, a la salud, al agua, a la vivienda, a la alimentación y al medio ambiente sano, entre otros, dependen de condiciones ambientales óptimas. El actual proceso de redacción de una nueva Constitución es una oportunidad única para incluir el cambio climático dentro de los desafíos a los que ésta se proponga hacer frente; proporcionando instrumentos tanto al Estado como a las comunidades para minimizar sus impactos, adaptarse a ellos, y respetar los derechos humanos de las personas que se vean afectadas por este.

El cambio climático y los derechos humanos

La inclusión del cambio climático en una nueva constitución es un tema que ha sido ampliamente levantado por la academia y la sociedad civil como central para hacer frente a los desafíos que este nos impone. Su vinculación a la crisis que viven los ecosistemas es evidente y ha quedado de manifiesto con fenómenos como el retroceso de los glaciares, la disminución de las precipitaciones, el aumento de la degradación de los suelos, la desertificación, el aumento del nivel del mar y la acidificación de los océanos.

Pero estos efectos en lo natural no se disocian de lo social. Las comunidades humanas son altamente dependientes del medio ambiente, por lo que las alteraciones que genere el cambio climático sobre este, también ponen en jaque su subsistencia en el planeta y su calidad de vida. Por ello es que el cambio climático está íntimamente ligado con cuestiones de derechos humanos: el derecho a la vida, a la salud, al agua, a la vivienda, a la alimentación, entre otros, dependen de condiciones medioambientales óptimas. Esto es reconocido hace décadas por instancias de la ONU como el Consejo de Derechos Humanos y el Alto Comisionado de Derechos Humanos.

Pero la afectación a los derechos humanos no incide de la misma manera en todas las personas. Factores como la pobreza, género, edad, pertenencia a pueblos indígenas, niños y niñas, condición de desplazados y migrantes, generan una mayor vulnerabilidad. Estos grupos son más propensos a verse impactados por consecuencias como la inseguridad alimentaria, el aumento del precio de los alimentos, menores actividades de sustento, o los desplazamientos forzados.

Cambio climático y derechos humanos en Chile

Lo anterior tiene particular aplicación en Chile. Nuestro país es especialmente vulnerable ante el cambio climático. Sus condiciones geográficas como el borde costero, zonas áridas y semiáridas, ecosistemas montañosos, áreas propensas a sequía y desertificación, así como lugares urbanos con problemas de contaminación del aire, son todos factores que según la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático nos clasifican con 7 de los 9 criterios de vulnerabilidad. Esto nos sitúa en una posición aún más imperiosa que requiere contar con herramientas que permitan e impulsen acciones de mitigación – lo cual se enfoca en reducir las actividades que emiten gases de efecto invernadero – y, especialmente, de adaptación, orientada a limitar los impactos y generar capacidades de resiliencia en las comunidades y ecosistemas frente a los efectos del cambio climático.

Esta vulnerabilidad se evidencia claramente si se considera, por ejemplo, el impacto de la sequía en nuestro país y sus consecuencias para las comunidades humanas. Monte Patria es la primera comuna de Chile en que, a causa de la sequía, más de 5.000 personas se vieron obligadas a emigrar; y esto ya se replica para los habitantes de otras localidades como Ovalle, Punitaqui, Canela e Illapel. Todos ellos son migrantes climáticos y cada vez hay más comunas en que esta realidad se aproxima.

Asimismo, la propagación de incendios a causa del aumento de temperatura también es una realidad que apremia. Según CONAF, en la temporada 2021-2022, la superficie nacional afectada por incendios aumentó en un 377% en comparación con la temporada anterior, con más de 23.000 hectáreas consumidas por el fuego. Los efectos de los incendios, además de incluir pérdidas materiales, de viviendas y medios de subsistencia, generan desempleo, desarticulación de las comunidades, desplazamientos y graves impactos psicológicos.

El camino de la constitución ecológica

El actual proceso de redacción de una nueva Constitución es una oportunidad única para incluir el cambio climático dentro de los desafíos a los que ésta se proponga hacer frente; proporcionando instrumentos tanto al Estado como a las comunidades para minimizar sus impactos, adaptarse a ellos, y respetar los derechos humanos de las personas que se vean afectadas por este.

Una posibilidad para ello, es incluir un principio de acción climática, que motive acciones de mitigación y adaptación considerando una transición justa; un principio de justicia climática, orientado a reconocer la posición de vulnerabilidad los derechos de grupos vulnerables y la importancia de la participación ciudadana en los procesos de transición hacia un nuevo modelo, y también la consideración del clima seguro como parte del derecho a un medio ambiente sano. La integración de estas propuestas permitiría guiar la implementación de políticas públicas, exigir derechos en disputas judiciales y orientar decisiones administrativas.

Sea cual sea la manera específica en que se consagre, el objetivo del recogimiento del cambio climático a nivel constitucional será el de estar mejor preparados como sociedad para propender hacia la continuidad de todas las formas de vidas y garantizar el ejercicio de nuestros derechos humanos.

 

Columna publicada en El Desconcierto – 28/01/2022

Columna: «La incompatibilidad de la salmonicultura con los fines de conservación»

Por Macarena Martinic

Abogada en ONG FIMA

La industria salmonicultora ha protagonizado más escándalos de los tolerables en el último tiempo. Anaerobismo, alto uso de antibióticos, vertimiento y escape de salmones, especies exóticas depredadoras de fauna nativa: nos encontramos con una industria que ha demostrado ser incompatible con la protección del medio ambiente y que, para su continuidad, requiere ir desplazándose hacia el sur en búsqueda de lugares prístinos.

Actualmente es el turno de la Reserva Nacional Kawésqar en la región de Magallanes, lugar donde ya hay 57 concesiones acuícolas otorgadas y -al menos- doce centros de cultivo aprobados desde que se declaró como reserva, a pesar de emplazarse en un área doblemente particular: área protegida de conservación y de territorio ancestral Kawésqar.

En octubre, más de 60 organizaciones locales y ambientales, además de comunidades indígenas, presentaron un proyecto de ley que busca expulsar a la salmonicultura de las áreas protegidas. Si bien carece de sentido la necesidad de aprobar un proyecto de ley que proteja estas áreas en Chile, lo cierto es que la única norma que excluye la actividad acuícola en áreas de conservación, contenida en la Ley General de Pesca y Acuicultura, no incluye todas las áreas protegidas -como es el caso de las Reservas Nacionales-, lo que ha permitido una interpretación a favor de la expansión de la industria en estos territorios.

A la intolerable expansión de la salmonicultura en áreas protegidas, debe sumarse su exclusión en territorios que han sido declarados espacios costeros marinos de pueblos originarios (ECMPO). La ley Nº 20.249, que las regula reconoce que su administración, deberá asegurar la conservación de los recursos naturales comprendidos en él, así como propender al bienestar de las comunidades, avanzando en una gobernanza ambiental local en manos de quienes históricamente se han vinculado con un territorio.

Tanto las áreas protegidas -sin excepcióncomo las ECMPO son instrumentos jurídicos que buscan proteger y reconocer una particularidad territorial con fines diversos e incompatibles a la instalación de un centro de cultivo de salmones.

La exclusión de la salmonicultura en áreas protegidas y de ECMPOs en el mediano plazo es un objetivo que debe integrarse en la planificación de la industria. La actividad debe incorporar en su planificación la exclusión de aquellos territorios, aceptando la necesidad de conservación y de reconocimiento de usos consuetudinario que existen detrás de aquellas declaratorias.

Por otro lado, aquellos proyectos que se encuentran fuera de áreas protegidas y de ECMPOs, aún no cumplen con las exigencias mínimas de una evaluación ambiental, eludiendo evaluaciones rigurosas que contemplen procesos de participación ciudadana y de consulta indígena. La decisión sobre qué instrumento ingresar al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental es entregada -al menos inicialmente- a los titulares de los proyectos.

En el caso de los centros de cultivo de salmónidos, esta decisión va aparejada de una infravaloración y ocultamiento de los reales impactos sobre ecosistemas marinos que producirán sus proyectos acuícolas. Lo anterior no es casual, ya que a través del ingreso mediante una Declaración de Impacto Ambiental (DIA) -en desmedro de un Estudio de Impacto Ambiental (EIA)-, los titulares eluden que el diseño de sus proyectos cuenten con procesos de participación ciudadana obligatorios y vinculantes, así como de consulta indígena, en caso de ser susceptibles de afectar a comunidades indígenas.

El crecimiento de la industria salmonicultora hasta el momento no ha sido compatible con la protección del medio ambiente y del reconocimiento de usos consuetudinarios en territorios indígenas. Frente a esto, un real compromiso con la protección de los ecosistemas clama porque al menos la industria salga de áreas donde sus impactos pueden significar daños irreparables para el medio ambiente.

 

Columna publicada en Salmonexpert – Diciembre 2021

Columna: «Desarrollo y protección ambiental»

Por Ezio Costa Cordella

Director Ejecutivo en ONG FIMA

«La forma en que hemos planteado el desarrollo, sólo basado en el crecimiento, y este a su vez basado en la explotación de la naturaleza, ha sido parte del problema».

En su columna (del domingo último), el señor Pérez Mackenna se expresa en torno a cómo la protección del medioambiente debe compatibilizarse con el crecimiento económico. Me parece útil hacer algunas precisiones, a la vez que mostrar puntos en los que puede existir un acuerdo.

Sobre la supuesta oposición entre protección ambiental y desarrollo, se detecta una primera confusión que es común. Quienes abogamos por la protección ambiental, también creemos en el desarrollo, pero no podemos pretender que ese desarrollo se base exclusivamente en el crecimiento económico ni tampoco que ese crecimiento sea a costa de la destrucción de nuestro patrimonio común. Esto, sobre todo si va a significar beneficios para quienes están en posiciones favorecidas y perjuicios para quienes se encuentran en posiciones vulnerables, o si comprometerá el bienestar de las generaciones futuras.

La simplificación de las métricas de desarrollo, mirando solo la variable del crecimiento, es un problema, pues nos deja ciegos a las múltiples dimensiones del bienestar, mirando solo aquella que tiene que ver con el bienestar material, que por supuesto es importante, pero no puede ser tenido como el único objetivo de nuestra organización social. Por lo demás, la supuesta causalidad entre el mayor crecimiento económico y la mayor protección del medioambiente observada en los años 1990 y llamada “Curva de Kuznets”, ha sido controvertida en las décadas posteriores.

Por otro lado, el hecho de que los bienes naturales no son infinitos y por lo tanto no pueden explotarse indefinidamente es una realidad ineludible, la primera ley de la termodinámica nos condiciona; no puede producirse crecimiento infinito en un sistema que sí tiene límites. A eso se adiciona el límite de los procesos sobre los que se sostiene la vida, como el del agua, el suelo, los flujos bioquímicos y el clima, siendo que ya hemos superado cuatro de los nueve límites de este tipo (U. de Estocolmo). La forma en que hemos planteado el desarrollo, sólo basado en el crecimiento, y este a su vez basado en la explotación de la naturaleza, ha sido parte del problema.

Otra parte, ha sido no reconocernos como parte de la naturaleza y dependientes de ella. En este sentido, el señor Përez Mackenna hace una apreciación imprecisa al creer que el reconocimiento de los derechos de la naturaleza es contradictorio con las mejoras en derechos sociales. Reconocer derechos a la naturaleza no significa dejar de aprovecharla, ni tampoco las mejoras en derechos sociales requieren de mayor explotación de la misma. Así por ejemplo, una naturaleza más cuidada genera mejoras considerables en materia de salud pública y de desarrollo económico a escala local, mientras hace posible que avancemos hacia una economía que no sea primaria y extractiva.

Coincidimos, sin embargo, en que la búsqueda del desarrollo debe ser un motor de nuestra sociedad. Un desarrollo inclusivo, armónico y sustentable nos mueve como colectivo, y nos conecta con los cambios que vienen sucediendo a nivel global. No es tarea fácil imaginar los caminos de ese desarrollo, pero al menos sabemos que el que venimos recorriendo es autodestructivo. Recuperar ecosistemas, generar empleos verdes y construir una economía baja en carbono es un esfuerzo central, que requiere de mucho conocimiento en materia ambiental y económica, de saber conectarse y relacionarse con el mundo y, sobre todo, de tener la convicción de que debemos avanzar institucionalmente hacia el siglo XXI y no repetir ni tributar a recetas retrógradas.

 

Columna publicada en La Tercera – 29/11/2021

Columna: «Mayores esperanzas en el plano local»

Por Ezio Costa Cordella

Director Ejecutivo en ONG FIMA

La COP es un evento del cual se espera todo y nada a la vez. El nivel de urgencia que existe por superar la crisis climática y ecológica es altísimo y se hace sentir en las calles y las redes. Por otro lado, las posibilidades fácticas de llegar a acuerdos consensuados y ambiciosos a nivel global es baja.

Una de las disonancias más grande entre la cumbre y las urgencias ciudadanas dice relación con la mirada sistémica de la crisis. Mientras sabemos que su causa está en no prever adecuadamente los impactos ambientales de nuestras acciones y explotar el planeta por sobre sus límites, una buena parte de las soluciones propuestas, pretende mantener el actual ritmo de explotación de la Tierra.

La necesidad de consenso hace que, teóricamente, ese tipo de acciones sean más fáciles de acordar, pues no hay disposición por parte de los gobiernos a hacer una reflexión más profunda. Adicionalmente, marcan una pauta más sencilla para la inversión, haciendo más probable un apoyo de grandes empresas, cuestión muy visible en los pabellones de la COP26. En este sentido, el compromiso de neutralidad en lugar de reducción, que pone el acento en la tecnología por sobre la política y la regulación, ha sido clave en atraerlos y también en alejar a la sociedad civil, que acusa la falsedad e inutilidad de dichas acciones.

Pero incluso con estas estrategias de mínimos, existen países cuya labor es retrasar la acción climática y quitar de ella toda mención a posibilidades de reparación para las personas y países más dañados y a la necesidad de respeto a los derechos humanos al momento de hacer frente a la crisis.

Pero es esa misma condición la que propició uno de los grandes aciertos del Acuerdo de París, como son las Contribuciones Nacionalmente Determinadas (NDC); compromisos voluntarios que cada país toma para cumplir con sus metas de reducción de gases de efecto invernadero. Finalmente, son esos compromisos los que marcan la acción climática, siendo que los acuerdos de las COP funcionan solo como pisos mínimos.

Por lo mismo, aunque el piso sea muy bajo, los países pueden comprometerse a mucho más. Los NDC le devuelven la responsabilidad a los estados para tomar acciones reales y urgentes. Así, entonces, Arabia Saudita puede bloquear la mención a los derechos humanos o India impedir que se acuerde el fin del carbón, pero no pueden evitar que otros países se comprometan a ello y de esa forma le pongan presión al espacio multilateral.

En Chile se ha ido trazando un camino con pasos claros: (i) darle fuerza a las NDC a través de una buena ley de cambio climático, (ii) acelerar el cierre de termoeléctricas y la prohibición de nuevas centrales de este tipo, así como de la explotación del carbón, (iii) darle contenido a las declaraciones regionales y comunales de emergencia climática y (v) acordar una Constitución ecológica que incorpore la variable climática.

La COP26 no tuvo grandes resultados y es comprensible la desazón por que no se lograran acuerdos más ambiciosos. Pero, mientras se debe seguir trabajando a nivel multilateral, hay muchas cosas que hacer por el bienestar nuestro y de las generaciones futuras. Entre ellas y en especial en estos días, contribuir en elegir gobiernos que hagan frente a la crisis y no darle espacio al negacionismo que va de la mano de proyectos políticos trasnochados e irresponsables.

 

Columna publicada en La Tercera – 19/11/2021

Columna: «Balance de la COP26: Una decisión insuficiente para la justicia climática»

Por Gabriela Burdiles

Directora de Proyectos en ONG FIMA

La COP26, terminó el sábado 13 de noviembre con la aprobación de la decisión denominada “Pacto Climático de Glasgow”. Tras dos semanas de negociaciones y anuncios, pese a que hay algunos avances, el resultado fue absolutamente débil respecto de las respuestas que se necesitan tomar para hacer frente a la grave emergencia climática que vivimos.

En medio de la pandemia y con muchas restricciones y dificultades de participación para los países del sur global, el objetivo de la COP26 era clave: mantener a salvo la meta del Acuerdo de París y la recomendación del IPCC de limitar el aumento de la temperatura mundial a 1,5 °C por sobre los niveles preindustriales y dar apoyo a los países más devastados por los impactos del cambio climático. Para eso las partes del Acuerdo de París debían presentar sus compromisos nacionales de mitigación y adaptación (o contribuciones determinadas a nivel nacional “NDC”), aportar fondos y acordar nuevas metas de financiamiento. Así, la primera semana de la COP escuchamos diferentes anuncios de líderes políticos, vimos a Estados Unidos (uno de los mayores emisores de gases de efecto invernadero) de vuelta en las negociaciones y conocimos el reporte de síntesis de los compromisos y NDCs presentadas hasta entonces.

Una primera semana de anuncios y compromisos

En primer lugar, de las conclusiones del informe de síntesis sobre todas las contribuciones nacionales presentadas, se estima que el nivel agregado de gases de efecto invernadero será un 13,7% superior (al nivel de 2010) en 2030. Es decir, las actuales promesas de reducción de emisiones siguen sin cumplir los objetivos del Acuerdo de París, lo que sitúa al mundo en la senda de un aumento de la temperatura de 2,4 grados, lo que provocará impactos climáticos significativos, incluso irreversibles.

Sin embargo, a estos compromisos, se fueron sumando otros anuncios como un compromiso conjunto de casi 40 países e instituciones (liderado por UK) de poner fin a la financiación pública de proyectos de petróleo, gas y carbón en el extranjero, la iniciativa de más de 100 países (incluido Brasil) para poner fin a la deforestación en 2030, la alianza liderada por Estados Unidos para reducir el metano en un 30% a 2030, y el acuerdo de este último país con China para trabajar juntos durante esta década para lograr la meta del 1.5 grados sin mayores detalles. Por último, la Alianza Más Allá del Petróleo y el Gas, lanzada por 12 países y regiones, y liderada por Dinamarca y Costa Rica, es la primera iniciativa diplomática que reconoce la necesidad de que los gobiernos gestionen la eliminación de la producción de todos los combustibles fósiles como herramienta clave para afrontar la crisis climática.

Todas estas iniciativas, pese a que no hay mayores detalles al respecto y que algunas no son nuevas como en el caso de la deforestación, se requiere que se conviertan en compromisos reales y que aumenten la ambición de las NDCs de los países en línea con el objetivo del 1.5 º C, o de lo contrario, no serán más que palabras.

Las negociaciones de las reglas de los denominados mercados de carbono

La segunda semana, comenzaron a cerrarse los textos de la negociación que estaban pendientes, en particular los relativos al artículo 6 del Acuerdo de París que trata los mecanismos de cooperación internacional para el logro de los compromisos de reducciones de emisiones de gases de efecto invernadero, incluyendo los denominados mercados de carbono. Lo esencial en estas discusiones era acordar reglas de transparencia que permitieran regular estos mecanismos y mercados evitando la doble contabilidad de las reducciones, resguardando la integridad ambiental y los derechos humanos de los ecosistemas y comunidades que soportan estas iniciativas, y por último, evitar el traspaso de antiguos créditos desde los mecanismos establecidos en el Protocolo de Kyoto.

Estas reglas fueron acordadas, sin embargo, no logró evitarse este traspaso de créditos del antiguo esquema del Protocolo de Kyoto (desde 2013 en adelante), lo que amenaza la integridad misma y éxito del Acuerdo de París.

El insuficiente financiamiento de la acción climática

Otro punto que se negoció en Glasgow fue el financiamiento que los países desarrollados debían aportar a los países en desarrollo para poder implementar sus compromisos climáticos. La meta hasta 2020 era movilizar 100 mil millones de dólares anuales, lo que hasta la fecha no se ha cumplido y que se acordó extender hasta 2025, sin metas claras para el futuro. Por otra parte, se insta a duplicar el financiamiento para la adaptación en 2025 hasta lograr un balance con el financiamiento de mitigación, sin compromisos concretos.

Pero el punto más problemático fue la demanda de los países y comunidades más afectadas por los impactos del cambio climático. Esto, porque después de los anuncios de países como Escocia, había grandes expectativas de que la COP26 ofreciera por fin un apoyo real a las comunidades que necesitan recuperarse y reconstruirse tras las catástrofes climáticas que están ocurriendo, creándose un nuevo mecanismo de financiación para las pérdidas y los daños.

El denominado “tercer pilar” del Acuerdo de Paris es abordado en el texto del compromiso bajo la “Red de Santiago” como un mecanismo que brinda apoyo tecnológico a los países impactados por estas pérdidas del cambio climático y que es operacionalizado con funciones e institucionalidad. Sin embargo, pese a la presión del los países del G77 más AOSIS para el establecimiento de un mecanismo de apoyo financiero independiente, los países ricos no cedieron y finalmente sólo se acordó iniciar un “diálogo” al respecto (Glasgow Dialogue).

La discusión sobre los combustibles fósiles

Uno de los aspectos más complejos, fue la negociación de la mención a los combustibles fósiles en el texto del compromiso. Es primera vez en la historia que se mencionan en estas negociaciones acuerdos de mitigación y “transición justa” relativos al uso, producción y financiamiento de los combustibles fósiles, que son los mayores causantes del cambio climático. El texto propuesto inicialmente por la presidencia de Reino Unido hacía un llamado a eliminar el uso del carbón y los subsidios a los combustibles fósiles en general. Luego, un segundo texto, mencionaba sólo eliminar gradualmente la quema de carbón “unabated” o que se realiza sin algún tipo de mecanismo que atrape y que almacene el carbón en el ambiente y sólo a los subsidios “ineficientes”. Sin embargo, este texto fue muy criticado por no incluir otros combustibles fósiles en la eliminación como el gas y el petróleo.

Finalmente, frente a la presión de países como India y China, se cambió este texto a última hora y se acordó sólo instar a una “reducción” del carbón, sin mayores detalles.

Hacia la COP Africana: la deuda con la sociedad civil y la emergencia climática

La COP26 será recordada como una conferencia que restringió la participación significativa de la sociedad civil en las negociaciones y esto no puede ser un precedente para futuras COP. Además, de garantizar la participación, durante los próximos meses, se necesitan compromisos concretos para luchar contra la emergencia climática. Esto incluye una rápida eliminación (no sólo reducción) de todos los combustibles fósiles (no sólo carbón) mediante una transición energética justa y la revisión de los objetivos climáticos nacionales de acuerdo con el objetivo de 1.5º.

Necesitamos urgentemente que, sobre todo, las grandes economías conviertan esto en realidad, volviendo en 2022 a la COP27 en Egipto, con compromisos climáticos alineados con este objetivo, aportando los tan esperados 100 mil millones de dólares al año para ayudar a los países vulnerables a adaptarse a un futuro cada vez más impredecible y peligroso.

 

Columna publicada en CodexVerde – 15/11/2021

Columna: «Transición energética, pero ¿a qué costo?»

Por Felipe Pino, abogado de ONG FIMA, y Violeta Rabi

Coordinadores Proyecto Transición Justa en Latinoamérica

Luego del más reciente informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), hay consenso absoluto de que lo que hagamos los próximos nueve años en materia climática definirá parte importante de nuestro estilo de vida en la tierra. En este contexto, el sector energético tiene un rol particular y protagónico. Si bien es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, es también uno de los que más ha avanzado en los cambios que se requieren. Las energías renovables son algo mucho más accesible y cotidiano que hace unos años, y la descarbonización de la matriz eléctrica parece ser un imperativo, más allá de que todavía no haya acuerdo respecto a su fecha última.

A la mitad de lo que será probablemente una de las COP más decisivas de la historia de las negociaciones climáticas, el mundo entero se encuentra a la espera de avances concretos en materias de mitigación y adaptación para esta década. Y es que luego del más reciente informe del Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), hay consenso absoluto de que lo que hagamos los próximos nueve años en materia climática definirá parte importante de nuestro estilo de vida en la tierra. En este contexto, el sector energético tiene un rol particular y protagónico. Si bien es uno de los sectores que más gases de efecto invernadero emite, es también uno de los que más ha avanzado en los cambios que se requieren. Las energías renovables son algo mucho más accesible y cotidiano que hace unos años, y la descarbonización de la matriz eléctrica parece ser un imperativo, más allá de que todavía no haya acuerdo respecto a su fecha última.

El auge de las renovables se debe principalmente a que el mercado eléctrico ya ha incorporado la transición energética dentro de sus modelos, pasando a ser –en corto tiempo– una oportunidad estratégica para la inversión. Sin embargo, este cambio vertiginoso puede tener riesgos importantes en materia ambiental y de derechos humanos, si es que se pierde de vista el objetivo primordial: generar la energía que necesitamos con el menor impacto posible. Pero, ¿cuánta energía realmente necesitamos? ¿Cómo y quiénes la están generando? ¿Están accediendo a ella todos quienes la necesitan?

Las preguntas anteriores se relacionan estrechamente con un concepto que en los últimos años ha ganado terreno en el discurso público nacional e internacional, y que hoy se posiciona junto a demandas tan icónicas como la justicia ambiental, el desarrollo sostenible y la acción climática: la transición justa. ¿Qué significa este concepto y por qué se está pidiendo su inclusión en las políticas y planes de descarbonización?

Si bien –al igual que los otros conceptos esbozados– el contenido de la transición justa depende en gran parte de quién lo use y en qué contexto lo haga, podemos decir que sus orígenes se remontan a los movimientos obreros de Estados Unidos de los años 70, quienes, ante el inminente avance hacia energías más limpias, exigían medidas de compensación económica por la pérdida de puestos de trabajo en centrales e industrias ligadas al carbón, así como por los daños a la salud provocados por años de servicio en espacios tóxicos y con mínimas prevenciones. Sin embargo, cuatro décadas más tarde, hoy el concepto significa mucho más que demandas por compensaciones y mejoras laborales. En la actualidad, exigir una transición justa implica que los gobiernos y empresas generadoras tomen todas las medidas necesarias para que, en sus respectivos procesos de descarbonización y transición energética, no se vulneren derechos humanos, se cuente con participación ciudadana efectiva en la toma de decisiones, y se reparen los daños socioambientales provocados después de años de contaminación. Sin ello, la transición energética se convierte en un mero recambio de tecnologías, dejando de lado el potencial transformador de transitar hacia una nueva forma de satisfacer nuestras necesidades y las de nuestro planeta.

En Chile, aunque no de manera totalmente simultánea a los planes de descarbonización, la necesidad de una transición justa ha sido “reconocida” por el gobierno en dos instrumentos de política pública: la actualización de las Contribuciones Nacionalmente Determinadas y la Estrategia de Transición Justa del sector Energía. Sin embargo, el contenido de estas políticas muestra que el concepto ha sido incorporado como si aún estuviésemos en 1970, apuntando casi exclusivamente a la protección laboral de trabajadores de termoeléctricas. Si bien dichas medidas son necesarias, la omisión de realidades como la asimetría y limitaciones del rol de los sindicatos en Chile, y la enorme cantidad de conflictos ambientales por temas energéticos –como los de las llamadas zonas de sacrificio–, no demuestran una aproximación integral y realista del problema.

Así, no sólo en Chile, sino que en todos los países latinoamericanos –en donde el sector energético ha generado durante décadas profundos daños socioecológicos–, aspirar a una transición justa no será algo fácil: requerirá de medidas transformadoras en términos de descentralización, democracia, participación y restauración ambiental. Pero, a cambio de ese esfuerzo, tendremos la oportunidad única de transformar uno de los sectores que como sociedad más necesitamos, y que a la vez más daño nos está generando. Y de paso pensar y definir en conjunto formas para remediar el daño provocado hasta el momento. La transición energética, como ningún otro proceso de este tipo, puede movilizar recursos, tecnología y personas para ello.

A comienzos de la semana decisiva de la COP26, y de una aún más decisiva década para la acción climática, es urgente comenzar a hacer real una transición justa para las personas, ecosistemas y sus territorios. Sobre todo, porque, si bien llega tarde, todavía es posible.

 

Columna publicada en El Desconcierto – 12/11/2021