Por Fernando Dougnac Presidente de FIMA Por Fernando Dougnac
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El lenguaje es la manera de comunicar a los otros seres los sentimientos, pensamientos e inquietudes del expositor. Por ello, salvo en las relaciones coloquiales donde se acepta un cierto relajo fruto tanto de la confianza como de la sintonía de pensamientos de los interlocutores y de la existencia de un cierto acuerdo tácito sobre lo que se habla, en los demás casos, sobre todo en los dichos de la autoridad, se debe ser muy preciso y claro en los términos que se emplea.

 La Presidenta Bachelet, ha dicho en su última cuenta pública al país, lo siguiente: “La equidad ambiental y social será efectiva si incorporamos transversalmente en la gestión ambiental, la protección de nuestro patrimonio natural. La conservación de la biodiversidad debe ser considerada como un activo: tanto las facultades del Estado en relación a la gestión de los recursos naturales, como el fortalecimiento de la investigación científica en la materia, deben avanzar integradamente para dar cumplimiento a estos desafíos.”

 Como se verá, llama la atención que se continúe usando un lenguaje economicista para tratar un tema que no sólo es importante desde esa perspectiva, sino que esencial para la subsistencia misma del ser humano. Sin la existencia de un medio ambiente sano, la vida se torna imposible, o se degrada de tal forma, que no se comparece con la dignidad de las personas, reconocida hoy universalmente y que es la base de la moderna teoría y práctica de la protección de los derechos humanos.

 Se dirá que no se debe dar tanto valor a las palabras como a la intención, pero en mi opinión, ello no es así. Calificar la conservación de la biodiversidad, que no es otra cosa que conservar la naturaleza en sí, de un “activo” revela que ella tiene un valor económico, cuando en realidad, tal como ya se ha dicho, su importancia es muchísimo mayor pues es el sustento mismo de la vida humana. Limitarla a uno de esos aspectos, es reducir su importancia. Esto puede llegar, como muchas veces ha ocurrido en nuestro país, a someterla a las exigencias temporales de los intereses económicos, no sólo de los empresarios, sino que del Estado mismo en su aspecto patrimonial, y de los agentes sociales, que llevados por una situación económica injusta, ven en la desprotección de la naturaleza la oportunidad de mejorar aparentemente su calidad de vida.

 En ese contexto, es necesario recordar que el Estado de Chile es también empresario minero a través de Codelco, lo que lo ha llevado a dictar normas más permisivas ambientalmente que las que se le exigen a los demás actores económicos, como es la dictación del D.S. 80, que reemplazó el D.S. 90, respecto de un emprendimiento efectuado por Codelco, donde se establecieron parámetros ambientales más laxos para esa empresa.

Desde el punto de vista ambiental, es inaceptable que el Estado juegue un doble papel: es decir, que por una parte sea la autoridad encargada de regir el bien común; y por la otra, sea uno de los tantos agentes económicos del país (Estado-Empresario), en circunstancias que todos ellos, incluidas las empresas estatales, son controladas por el mismo Estado-Autoridad. Se dirá que muchas de ellas han sido sancionadas por la autoridad ambiental, pero lo que no deja de ser chocante, es que el destino final de los dineros que se les cobran como multas a esas corporaciones, sea el mismo Estado, y estos dineros ingresen a las cuentas generales de la Nación. Es decir, se saca la plata de un bolsillo para meterla en el otro, con la grave consecuencia de estarse burlando moralmente de la ciudadanía, que no ve en la sanción una pena efectiva respecto del infractor. Es decir, en este caso, las sanciones pecuniarias son meramente simbólicas pues, los dineros permanecen en las mismas arcas del infractor.

Por esto, es necesario que se cree la responsabilidad personal de los directivos de las empresas (estatales y privadas), frente a infracciones graves a las normas ambientales. Un ejecutivo, puede arriesgarse a efectuar maniobras ambientalmente peligrosas, si la responsabilidad de ellas, recae sólo sobre su representada y es ella la que sola soporta las pérdidas. Pero otra cosa muy distinta sería, si el que toma la decisión arriesgara no sólo la pérdida económica de su empresa, si no que su propia libertad y patrimonio. Si fuere así, sería muchísimo más cauteloso respecto de las decisiones ambientales que tome.

El caso de Codelco es emblemático, no sólo por su tamaño económico, el que le otorga un gran peso en la economía nacional, sino que por su peso político en las decisiones de la autoridad. Como muestra de ello, basta preguntarse por qué razón el Estado no ha aprobado normas más efectivas, y no simplemente declarativas, respecto de la protección de los glaciares. Si el lector no percibe la razón, pregunte qué sucede con los trabajos en la alta montaña que realiza la División Andina de Codelco. Si aún tiene dudas, pregunte qué ha sucedido y sucede con el agua de Calama, de las comunidades indígenas, etc.

Ahora que se ha rendido una cuenta pública, debemos meditar respecto si consideramos que la autoridad política realmente entiende la razón de defender el medio ambiente y está dispuesta a llevar esta defensa hasta sus últimas consecuencias.

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