[caption id="attachment_5782" align="alignleft" width="300"]Diego Lillo G.  Coordinador de Litigios FIMA Diego Lillo G.
Coordinador de Litigios FIMA[/caption]

La reciente noticia de la inauguración por parte de la presidenta Kirchner de una central termoeléctrica en la localidad argentina de Río Turbio, que amenaza con contaminar con sus emisiones desde Puerto Natales a Tierra del fuego, nos hace pensar que estamos lejos del mundo sin fronteras que imaginó John Lennon el año ’71. En esa visión, todos íbamos a ser hermanos sin distinciones, cuidando el uno del otro para vivir en paz. La verdad parece estar mucho más cerca de la versión de ‘Imagine’ que brindara A Perfect Circle el año 2004, esa visión oscura y distópica del sueño de la hermandad humana.

Cuando estudiamos al medio ambiente como sistema, siempre se nos recalcan las relaciones sinérgicas entre los distintos elementos que lo componen. Esto es precisamente lo que rescata nuestra ley de bases cuando define al medio ambiente (los elementos que lo componen y sus interacciones). Por ello, siempre nos ha resultado particularmente incoherente la noción de la sectorialidad. Si bien la entendemos desde un punto de vista funcional, esa misma funcionalidad muchas veces se concreta lejos del sentido común que hace esperable un actuar coordinado entre organismos sectoriales que comparten competencias espaciales o sobre recursos determinados (ello porque finalmente todos cumplen el mismo fin constitucional que es procurar el bien común). Ejemplo de esto son las constantes pugnas que tiene CONAF con DGA frente a otorgamientos de derechos de aguas dentro de parques nacionales.[1]

Si vemos que en este pequeño país llamado Chile, la coordinación de órganos de la administración del Estado en materia ambiental ha sido una quimera prácticamente inalcanzable, podríamos presumir que una gestión ambiental más o menos armónica a nivel internacional, parece ser un sueño imposible.

Sin duda que ha habido esfuerzos por fijar directrices comunes en distintos instrumentos internacionales, que en general son obligaciones amplias y abiertas para los Estados, las cuáles son cumplidas por éstos a su arbitrio. No obstante, no existe un instrumento que pueda hacerse cargo de forma efectiva de las externalidades ambientales transfronterizas, por la propia naturaleza del medio ambiente que no reconoce fronteras y porque finalmente el principio de soberanía nacional es un límite demasiado infranqueable.

Sobre la naturaleza del medio ambiente, destacan dos fenómenos estudiados y comprobados, ellos son el deterioro de la capa de ozono y el cambio climático. Aún en existencia de normas de calidad y emisión (o instrumentos parecidos) dentro del ámbito territorial de cada país, es innegable que el efecto acumulativo de las emisiones internacionales en la atmósfera ha generado cargas ambientales que sufren más unos que otros, muy parecido a cómo se han distribuido dichas cargas ambientales dentro de los países.

Tampoco se salvan las relaciones de vecindad como podemos ver en el caso de Río Turbio, que tiene (o tendría) muchas similitudes con el ya histórico conflicto entre Argentina y Uruguay por las pasteras en el Río de la Plata. Sin embargo, sentirnos víctimas sería soberbio y ciego, ya que tampoco hemos sido los mejores vecinos.

Nos hemos mantenido reticentes a proteger nuestros glaciares porque estamos obsesionados con el desarrollo minero y con nuestra intocable soberanía; haciendo oídos sordos a la realidad de que, en el fondo, en ellos está buena parte de nuestra subsistencia como especie humana. Tampoco hemos sido particularmente cuidadosos al evaluar impactos transfronterizos de proyectos como la Central Mediterráneo en Puelo, que se emplaza en una cuenca hidrográfica que compartimos con nuestros hermanos trasandinos, así las cosas, las expresiones de sorpresa deben quedar para otra ocasión.

La realidad nos ordena a empezar a conversar más con nuestros vecinos, a ser más cuidadosos con los efectos de nuestras acciones y nuestras decisiones de política ambiental, porque finalmente cuando decimos que el ambiente es de todos, la noción de territorialidad constitucional nos queda muy pequeña. Quizá sería más fácil de entenderlo al revés, reconociendo la arbitrariedad y artificialidad de las fronteras y que el medio ambiente, aquel sistema irrepetible que permite la vida en este planeta, nunca se enteró de chilenos, argentinos, europeos ni africanos y que solo ha sufrido la suerte de ser el vertedero de la peor cara de la soberbia de la humanidad

[1] Ver LILLO, Diego, “Las aguas de las áreas protegidas: comentario a un fallo de la Corte Suprema”, en Revista Justicia Ambiental, Nº5, año 2013, FIMA.

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