Por Sergio Devia Matta

En tiempos remotos Ántu protegía el valle. Él estaba por sobre todo lo existente, sin forma física. Su poder radicaba en abastecer, a todo ser viviente, de esencial agua. Nacía en las cumbres y se purificaba río abajo. El movimiento del agua parecía una melodía que aportaba belleza genuina a aquel lugar. Todos los seres vivientes dependían de Ántu, por ello gozaba de gran respeto. 

Quien mejor comprendía, la importancia el amparo que ofrecía Ántu, era un añoso árbol llamado Aliwén. Todos los días al amanecer hacía una magnifica presentación de sí mismo diciendo; “¡Hola!, soy un árbol. Llevo aquí muchos años viendo a la noche convirtiéndose en amanecer. Parece repetitivo, pero nunca es igual”. (Continuaba, ahora vociferando) Bueno, ¡qué vas a saber tú! No tienes disciplina para ver las cosas como son. ¿Buscas en tu vida objetivos para ser feliz? Pues a mí, aparentemente, nadie me ve. Sin embargo, mi día comienza temprano con un baño, dejando que el viento se lleve lo que para ti es basura. Una vez limpio, continúo alimentando a quien desee visitarme. Frutas e insectos tengo en el menú. Por último, y como cada tarde, espero la visita de un arriero que, cansado por su trabajo, se sienta junto a mí, en busca de mi sombra.” 

En ese instante, bruscamente, cuando estaba diciendo la última palabra, sintió debilidad en todo su ser. Algo inusual le estaba sucediendo. Sentía sus raíces débiles y sedientas. Comenzó a decaer y sentir que perdía el equilibrio. El viento ya casi no le permitía seguir en pie. Aliwén clamó ayuda a Ántu. Se sentía extraño y sólo él podría ayudarlo. El añoso árbol esperó por algún tiempo las respuestas que necesitaba. A diario se preguntaba; ¿Por qué ya no recibo el agua que necesito? Se seguía sintiendo débil. 

En ese momento, comenzó a observar a su alrededor y, se dio cuenta que, el agua no seguía su cauce natural, escaseaba. Aliwén se preguntó qué podía estar dañando tanto al equilibrio natural de aquel lugar. Para él, se había roto la armonía. Era su lugar, lo único que conocía como hogar. Habían días en que se estremecía el silencio y el sol se perdía entre el polvo. Anhelaba que cayera del cielo el agua y se quedara. Que recorriera ríos y regresara. 

Aliwén, cada vez más frágil, persistió en su intento por entender la naturaleza. Se sentía en un peligro inminente. En ese instante, en una especie de revelación, Ántu le dijo; “Yo, que estoy incluso por sobre el firmamento, jamás permitiría que alguien manchase el cielo azul.” Esa frase le hizo sentido. La responsabilidad no era suya. Ántu estaba por sobre todo. No tenía la capacidad de dañar, él simbolizaba el perfecto equilibrio de la naturaleza. Aliwén comprendió que sólo los humanos, quienes habitan en el suelo, tenían la capacidad de salvarlo. Sintió desaliento. 

En ese momento, el añoso árbol lanzó un último lamento desesperado; “Dar sombra y flores es mi propósito en la vida y, aunque parezca pequeño, mi consuelo es que tú tienes la oportunidad de ser tanto mejor que yo. Si esperas la mejor oportunidad para actuar, ahí tendrás raíces. Luego, puede ser tarde.”

 Así fue como, sin darse cuenta, su vida llegó a su fin. 

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