Por Ezio Costa, director ejecutivo ONG FIMA

La semana pasada, en un programa radial, el Canciller Allamand indicó que “en el caso del TPP 11 la posición del gobierno es que debe aprobarse; en el caso de Escazú no ha variado nuestro punto de vista, en el sentido de que no es un tratado conveniente para los intereses generales y convenientes del país”. Dicho punto de vista del gobierno se refiere a supuestos problemas de soberanía que generaría el Acuerdo de Escazú.

Esta posición resulta ser una extraña manera de entender los intereses del país y sobre todo la soberanía. El ministro Allamand obvia los problemas de soberanía que generaría el TPP-11, siendo que este tratado amplía las posibilidades de que Chile sea demandado en tribunales arbitrales internacionales por parte de empresas transnacionales y genera, además, obligaciones de transparencia y coherencia regulatorias pensadas para favorecer a dichas empresas y capitales.

Muy por el contrario, el Acuerdo de Escazú genera una distribución de poder interna que le permite a la ciudadanía mejores oportunidades para, efectivamente, ejercer su soberanía. Escazú pretende un ejercicio más informado, con mejores instancias de incidencia en las decisiones ambientales y mayores garantías jurisdiccionales para todos y todas, pero especialmente para quienes se dedican a defender el medio ambiente, encontrándose en una situación de mayor exposición. Por otro lado, el acuerdo no amplía significativamente las posibilidades de demandas contra Chile de ningún otro actor internacional y en ningún caso alcanza intereses territoriales.

Sin perjuicio de lo anterior, tenemos que recordar que todo tratado implica ceder alguna soberanía, pues la misma idea de llegar a un acuerdo con otro ente, implica ceder un poco de nuestra parte. En el caso del Derecho Internacional, un poco de nuestra soberanía en favor del beneficio internacional. Respecto de Escazú, esa cesión tiene que ver principalmente con la posibilidad de que el cumplimiento de los estándares sea revisado por los mecanismos de cumplimiento del propio acuerdo.

Parece importante recordar que la soberanía, en su primera conceptualización por el francés Jean Bodin, es “la suprema autoridad” y el “poder absoluto y perpetuo de la República”, y, desde las teorías contractualistas en adelante, es innegable que esta recae en el pueblo. Por ello, mejorar la democracia es precisamente honrar la soberanía y el Acuerdo de Escazú apunta en ese sentido, al profundizar la democracia y distribuir el poder, generando una especie de devolución del Estado a los ciudadanos, por medio de las garantías fundamentales para ejercer su soberanía: transparencia, participación y acceso a la justicia en materia ambiental.

Así mismo, extraña idea de soberanía es aquella que entiende que traspasar más poder a los capitales globales es un acto inocuo, mientras que mejorar la democracia “no es conveniente para los intereses del país”. Es este tipo de cesiones y tergiversaciones conceptuales las que van profundizando el malestar ciudadano, por lo que es de esperar que el ministro Allamand sea capaz, al menos, de ver la inconveniencia de seguir ese camino.

Columna publicada en La Tercera

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